LA CERILLERA DE TRIANA
Cuento fantástico inspirado en “La caja de cerillas”
de Hans Chrinstian Andersen.

Era la Nochebuena de 1936, en Triana.

Hacía un frío tremendo, ayudado por un fuerte viento que arrastraba finísimas gotas de lluvia. La noche se venía encima.

En medio del frío, la oscuridad, la soledad, el silencio y el miedo, una pobre niña pasaba por la calle con la cabeza y los pies desnuditos. Había salido de su casa con unas zapatillas enormes que le había dejado su madre. El agua de los charcos las había humedecido y al pasar por un barrizal se le quedaron allí clavadas.

La niña caminaba con los pies desnudos, ya rojos y azules del frío. Llevaba en el delantal, que era muy viejo y muy largo, algunas cajas de cerillas para venderlas y, en la mano, una como muestra y reclamo. Los beneficios de aquella venta serían los únicos ingresos que esa noche podrían llegar a su casa, donde la esperaba su madre completamente sola.

Era una mala noche. La niña había andado mucho. Todo el mundo se había refugiado en sus casas. No había ningún comprador por las calles y la niña no había ganado ni un céntimo.

Tenía mucha hambre, mucho frío y un aspecto mísero. Las gotillas de agua resbalaban como lágrimas por su pelo moreno, algo rizado, antes con bucles, pero ya muy lacio y pegado a su carita y a su cuello. Pero la niña no pensaba en sus cabellos.

La mayoría de las ventanas estaban apagadas o cerradas, como los portales. La calle a oscuras. Las pocas luces públicas –una lámpara suspendida de un cable que cruzaba de esquina a esquina- se bamboleaban azotadas por el viento, creando un ambiente     fantasmagórico de luces y sombras cambiantes. Un coche pasó a lo lejos haciendo mucho ruido y soltando explosiones a destiempo. De vez en cuando se veían bullir luces a través de alguna ventana y una ráfaga de viento traía, momentáneamente, el olor de algún asado y el agudo sonido de unas panderetas, un almirez y el rozar de unos cuchillos sobre las botellas de anís...

La niña buscó cobijo en la puerta de una iglesia y se acurrucó contra la madera de la puerta que le daba algo de calor. Ante ella un árbol enormemente grande parecía resguardarla. Recordaba que en el interior de aquella iglesia había imágenes de las que salían en Semana Santa, porque se las había enseñado su padre.

El frío se apoderaba poco a poco de ella y entumecía sus miembros. Pero no se atrevía a regresar a casa sin haber vendido algunas cajas de cerillas. Quería llevar algún dinero a su madre. Desde hacía poco tiempo vivían las dos solas. Y, además, en su casa hacía casi tanto frío como en la calle. Antes, cuando vivía su padre, él arreglaba los techos, tapaba las grietas y encendía el fuego. Mientras lo hacía, siempre cantaba un flamenco ronco. Ahora su madre y ella, las dos solas, sin fuerzas y sin dinero, poco podían hacer.

Sus manos estaban casi yertas de frío. Para ella sería un alivio encender una sola cerilla y calentarse, al menos, las yemas de los dedos. Lo estuvo dudando hasta que por fin se atrevió. Sacó un fósforo de la caja que llevaba en la mano, lo frotó y... ¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y caliente como la de una velita, cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz tan hermosa! Mientras duraba, la niña creyó estar sentada ante una enorme chimenea de hierro y ladrillos, adornada con bolitas de colores y cubierta con una tapa de latón reluciente. ¡Ardía el fuego de un modo tan hermoso! ¡Calentaba tan bien! La niña extendió sus piececillos para calentarlos en la chimenea, pero en ese instante la cerilla se consumió.

Volvió el frío, el silencio y la oscuridad... Pero inmediatamente volvió a frotar otra cerilla que ardió y brilló como la primera. La niña vio una habitación en la que había una mesa enorme con un mantel blanco con bordados de colores y, sobre él, platos de fina porcelana. Cubiertos de plata y, en la fuente central, un pavo asado y relleno de frutas, que exhalaba un aroma delicioso. Al fondo alguien cantaba unos alegres villancicos. ¡Oh, sorpresa! De pronto aquel pavo saltó de su fuente, cruzó la mesa, se vino al suelo y corrió hacia la niña. Justo en el momento de llegar a sus piececitos, se apagó la cerilla. Y otra vez la noche impenetrable y fría.

Pero la niña volvió a encender otra cerilla. La acercó a sus mejillas para calentarlas y con el resplandor tan cercano quiso ver el nacimiento más grande que nunca pudo imaginar. Los pastorcillos la saludaban. La mujer que lavaba junto al río le intentaba decir algo desde lejos. La vieja que estaba hilando en su rueca paró y le sonrió. Un grupo de hombres se calentaban alrededor de una enorme fogata. Había luz en el interior de todas las casas. Entonces, una estrella brillantísima, con una cola enorme, vino hacia la niña. Estaba tan cerca que parecía tocarla y hasta le quemaba. La luz era deslumbrante. De repente se hizo la oscuridad y la estrella cruzó fugazmente el cielo perdiéndose en la oscuridad. La niña pensó:
    -Esa estrella que ha cruzado quiere decir que ha muerto alguien. Porque mi abuelita, que siempre fue muy buena conmigo, me dijo una vez que “cuando cae una estrella, es que un alma sube hasta el trono de Dios.” ¿Quién podrá ser?

El frío, el viento y el agua continuaban azotando la noche. A la niña le temblaban las manitas. Antes de volver a encender otra cerilla recordó, acurrucada en la puerta de la iglesia que guardaba las imágenes de la Semana Santa, lo que había ocurrido unos meses antes en su casa. Era de noche. Ella estaba dormida. La despertaron unos golpes muy fuertes en la puerta. Luego oyó voces, más golpes, gritos de su madre mezclados con voces extrañas, como de muchos hombres y, por fin, la voz de su padre. No entendía bien ni lo que hablaban, ni lo que estaba pasando. Por el montante de la puerta de su habitación vio proyectadas sobre el techo muchas sombras que se entrecruzaban con movimientos bruscos. Su padre pidió algo y le dijeron que no. Oyó gritar a su madre. Luego un portazo. Silencio y sollozos apagados... Ella no se atrevió ni a moverse. Luego el ruido de un coche alejándose por la calle...

A la mañana siguiente su padre no estaba en casa. No se atrevió a decir nada. Su madre estaba en silencio. Vinieron del alfar, de su trabajo, a preguntar por él. Nadie sabía nada. Su padre cantaba siempre, en el trabajo y en casa. Era un hombre alegre... Tenía muchos amigos y últimamente se reunía mucho con ellos en casa por las noches.

    -¿Dónde estás, papá? Quiero verte.
    Tenía tanto frío y tantas ganas de ver a su padre, que juntó tres cerillas y las encendió a la vez. ¡Cuanta luz! Estaba deslumbrada. Y allí, en mitad del fuego y la luz, apareció su padre, de pie, con un aspecto sublime y radiante, más alto de lo que era.

    -Papá. Dime algo. Se que cuando se apaguen las cerillas, te irás, como se fueron la chimenea, el pavo y el nacimiento. No te vayas. Quiero estar contigo. ¿Dónde estás? ¿Dónde has ido? Dime, papá...

Su padre le sonrió mientras alargaba sus brazos hacia ella en un intento de abrazarla y darle... Pero se volvió a hacer el oscuro.

La niña ya no sentía sus piececitos. Los tenía acurrucados, muy juntos e intentaba cubrirlos con el mandil que le estaba grande. Pero también estaba empapado. Ya no sabía si el agua que cubría sus ojos eran lágrimas o lluvia. Las manos le temblaban tanto que casi no podía encender las cerillas. Porque ahora había cogido de la caja un mazo grande, para hacer una llama enorme y poder ver bien a su padre. Frotó y se hizo una llama muy luminosa. Y allí su padre, enorme y alto otra vez. Sonriendo, se agachó muy despacio y recogió dulcemente a la niña. La atrajo contra su pecho protegiéndola del frío. Le frotaba los pies y las manos para reanimarla. La niña no cabía en sí de gozo. No era un sueño, porque notaba el calor que le daba el cuerpo de su padre. ¡Que maravilla! Y que diminuta se sentía entre sus brazos. Se le estaba pasando el frío.

    -Papá. Ya nunca me separaré de ti. Ya vamos a estar los dos juntos para siempre.

Y los dos abrazados, se elevaron en medio de una potente luz hasta un lugar muy lejano, donde ya no hacía frío, ni viento, ni lluvia, ni hambre, ni miedo, ni tristeza, ni guerra... La niña empezó a sentir un suave calorcillo por todo el cuerpo. Entonces se acordó de la estrella fugaz y de lo que un día le había dicho su abuela...

    -Papá, ¿vamos al trono de Dios?

Sólo, por un momento, la niña volvió la cabeza intentando ver, por última vez, a su madre y a su barrio de Triana donde nació, donde jugaba y donde le hubiera gustado llegar a ser una persona íntegra como su padre... Pero ya no se veía nada.

    -Adios, mamá. Estate tranquila, que estoy con papá. Y tu, papá. ¿Me vas a enseñar a cantar como tú sabes?

Faltaba poco tiempo para la Misa del Gallo. Se abrieron, chirriando, las puertas de la iglesia. El sacristán descubrió el cuerpo sin vida de la niña. Las mejillas rojas, los pies morados, pero una enorme sonrisa en los labios. Sus gritos llamando al cura se mezclaron con los comentarios de quienes llegaban para escuchar la misa.

    -¿Qué ha ocurrido?
    -Esta niña. Estaba aquí cuando he abierto.
    -A ver, dejen paso. Soy médico.

La miró, la toco, puso la mano sobre su corazoncito frío y quieto e intentó abrirle los ojos...

    -Está muerta.
    -¡Por Dios, en Nochebuena...!
    -¿Y de quien será?
    -Cualquiera sabe...
    -Claro...
    -Habrá que dar parte.
    -Que fatalidad... Y en esta noche.

En poco tiempo se había formado un remolino de gente que, bien trajeadas, abrigadas y tras la cena, venían a la misa.

    -La pobre ha muerto de frío. Si, de frío. Observen cómo ha encendido una caja de cerillas intentando calentarse.
    -Pobrecita. ¿Y cómo la habrá dejado salir su madre en una noche como esta?
    -Es que alguna gente, ya sabes...
    -Menos mal que las muertes por frío son muy dulces.
    -Si. Dicen que en el último momento sientes como un calor...
    -¿Y cómo saber de quien es?
    -Eso ahora no importa. Lo que hace falta es que se la lleven de aquí. ¡Que alguien se acerque al cuartelillo! ¡A ver, tú!
    -A sus órdenes.

Pero aquella gente no llegaría nunca a saber las cosas que la niña había vivido aquella noche con sus cerillas. Y, mucho menos, que se había ido, llena de felicidad, con su padre... El padre que le habían arrebatado. Porque la noche que se lo llevaron, no le dejaron ni despedirse de ella con un beso.

Nosotros tampoco sabremos lo que pensaron aquellas personas en el transcurso de la misa del gallo de la Nochebuena de 1936, en aquella iglesia en cuya puerta y bajo un árbol enorme, había muerto de frío y de hambre una niña cerillera de Triana.

 

 

Publicación de la Cerillera
Atrio de la Iglesia de San Jacinto en la esquina de dicha
calle y Pagés del Corro en Triana. En la puerta de este
templo sitúa el autor la acción de esta historia fantástica.
Fotografía: José Manuel Holgado Brenes.

 

   
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